Santiago es el hijo de 15 años de mi vecina. Tiene novia y no le va muy bien
en el estudio debido a que tiene problemas con la autoridad impuesta por simple
tradición. Hace unos años, no entendía algebra, luego matemáticas,
trigonometría y ahora, cálculo. Tiene sueños, es amable y mide unos 8 cm más
que yo lo que lo convierte por razones extrañas en una persona bastante tímida
y reservada. Mira a todos desde las
alturas, imagino que es una excepción entre sus amigos.
Cuando presentó problemas de matemáticas lo llevaron a mi puerta porque yo
soy el “ingeniero”, así que le expliqué unas cuantas cosas de algebra que me
salvaron el pellejo en la universidad y le dije que tenía que ser amable con
los números por que separaba a la gente de saber que querer estudiar más
adelante, con respecto a la gente que no. Y ese no querer saber, significa en
mi país un “no hacerlo” a final de cuentas. Ahora quiere ser economista.
Con Santiago he tenido conversaciones mundanas empezadas porque ve en una
persona medianamente adulta conocimiento en juegos, películas, series y música.
En una de esas conversaciones saltamos del reguetón a la música clásica, y
luego de los videojuegos a los superhéroes, de su estudio, a la universidad, de
mascotas a trago. No tenía ningún conocimiento de rock en específico por lo que
le pregunte si tenía al menos un gusto por el rock en español, más común: soda
estéreo, héroes del silencio, los fabulosos Cadillac.
Su respuesta me tiene escribiendo esto:
- “No conozco esos superhéroes, ¿son de otra que no sea Marvel o DC? ¿Se
llaman así?”
En efecto, pensaba que seguíamos en el tema de los super héroes. No tenía
por qué saber las bandas que habían influenciado a mis amistades en su época y
yo no tenía que cambiar el tema tan rápido. No sabía quiénes eran.
Como un relámpago de nostalgia entendía plenamente quien era, donde estaba
y cuánto tiempo había pasado tras la universidad con esas preguntas. Ya no era
yo el que creía que estaba en la cima del mundo por haber nacido hace poco. Ya
no era yo, al que se le dirigían los comerciales con gente joven bailando. Ya
había pasado mi época y la época de mis amigos. Ya somos los viejunos.
A mi generación de amigos les pego como un misil en la cabeza todo lo
argentino, debido al éxito del rock en español durante el final de los noventas
y principios de los dos miles. Les definió su identidad, su sensibilidad, sus
opiniones políticas, sus romanticismos. Querían viajar a argentina, a conocer
su educación y ejemplarizar su política. Tomaban mate, querían ser bohemios,
sabían de vinos y se rompían el corazón con ese tipo de música. Verano del
noventa y ocho, el cine argentino, la mayonesa, las barras bravas. Por más que algo
fuera chabacano era mejor por ser simplemente argentino. Algunos viajaron y
cuando se devolvieron eran otras personas diferentes durante un tiempo, hasta
que muchos empezaron a darse cuenta que pasaba, que era a veces un juego. Que
Gustavo Cerati moría.
Argentina no era un paraíso, otros llegaban desilusionados por sus
problemas económicos, por su pobreza, por su racismo, por su xenofobia. Ser “cocalero”
para mis amigos era imposible de disimular con personas de esa malicia y ese
apodo mello al final del viaje.
Cuando hubo la oportunidad de viajar, la crisis argentina se profundizo. Cuando
se separaron los fabulosos cadillacs todos los supimos, pero nunca lo
comentamos, creo que eso era todo para nuestra adolescencia. Ahora venían los veintes, la época que
soñábamos tras haber visto volver al futuro. La separación de esa banda me hizo entender que esa bohemia se iría al
pasado, que ya no era tiempo para esas cosas pese a ser externo. Que Calaveras
y Diablitos son un clásico y no un presente.
Por mi parte, fui el “externo” porque era el friki, a mí no me toco la
argentina, ni paso rozando pese a mi amor por Cerati. Yo vine a creerme (no
estoy diciendo que ellos se creyeran) japonés. El anime, su cultura, el manga,
sus tradiciones y sus estéticas fueron mi misil tierra aire. Plantee un viaje,
ame sus expertos conocedores y me adentre en saber todo al respecto, pero nunca
lo hice. Los videojuegos quedaron al final para siempre. Y los videojuegos se hicieron
más grandes con el pasar del tiempo. Me encontré leyendo libros sobre estos,
reconociendo expertos periodistas y criticas profundas y me convertí en un
aficionado.
Es decir, con los años solo he llegado a la conclusión de que posiblemente
mi país no era tampoco el Japón si no que, mi país se llamaba videojuegos.
En este país también está Santiago, aquel muchacho con el que empezó toda
esta fiesta. Él sabe de los juegos que juego, él entiende el sabor Nintendo que
todos hemos sentido y a veces se niega a reconocer como chico malo que
pretender ser, que no le debe gustar, que son cosas para niño. Sabe de la
guerra de consolas, sabe que The last of Us es la panacea y lo refuta. Le gusta
Call of Duty pero tampoco lo reconoce. Inclusive en esta industria añeja se siguen
manteniendo las típicas etapas y cuestionamientos que hemos tenido todos. Es
como si el acto de magia que explica cómo se comporta la cultura en una persona
funcionara para todos por igual. Con un nacimiento, un desarrollo y una muerte.
Es decir, si en este momento estuviera matador en la radio o en spotify tal vez
me hablaría de cómo es la vida en buenos aires.
Luego vino otro descubrimiento: no sabía toda la historia alrededor del
multijugador de HALO. De nuevo entendía que él tenía 5 años cuando nosotros estábamos gritando
con nuestro grupo de amigos en locales de juego que instalaban las consolas en
edificios sucios y rancios y televisores ruidosos y anticuados. En realidad,
HALO era mi Calaveras y Diablitos, pero el género seguía vivo, es más, el
videojuego sigue más fuerte que nunca.
Con todo esto, también pensé que le llegará el turno a Santiago de
encontrarse con un joven menor que le diga que sus bases casi espirituales,
intelectuales y referencias culturales, están metidas en un cajón y son
reemplazadas por cosas más simples y mundanas. Reconocerá como lo estoy
haciendo yo, que la cultura es un interés de un momento particular y que
incluso los videojuegos que son tan pilar en la vida de ambos se derrumbaran en
algún momento para seguir evolucionando y construir algo más grande. Por qué él
y yo sabemos que los juegos son mejores hoy que antes, que el futuro nos traerá
cosas más brillantes y que tenemos que estar dispuestos a entender que no hay
un solo país de referencia cultural, sino que hay miles más y miles de planetas
con miles de países mas y miles de universos con miles de planetas que…
Las posibilidades están adelante, la validez de seguir buscando
trascendencia en este universo de cosas intrascendentes. De hacer recapacitar a
vidas jóvenes que piensan que son inmortales y de superar el miedo por el hecho
de que estos no tienen mucho interés en el pasado. Esto solo demuestra que las
viejas generaciones siempre desprecian lo que hace la nueva. Algo típico de una
cultura humana que se repite y se repite hasta cambiar y extinguirse. En
cultura y en la vida el tiempo es oro, y exige que hay que fijarse como una sanguijuela
en ciertos momentos felices y soltarse en otros para aprender a vivir todos los
sabores.
El carácter valioso de cada cultura, incluyendo la industria del videojuego
se lo da cada uno, y cada generación debe encontrar y encontrará su propio oro.
Le pondrá su valor y se desilusionará cuando le ponga precio otro.
Los que llevamos más tiempo tenemos un trabajo largo por construirles bases
sólidas a los que despegan hasta ahora. Bases de las que ni siquiera entiendan
una referencia, bases que les permitan tener mejores músicas, nuevas
argentinas, nuevos Cadillac y Ceratis y también la confianza de que habrán
incluso mejores videojuegos, mejores personas, mejores oportunidades. Confío en
que cuando le toque construir a Santiago las bases de los que vendrán tras él,
busque referencias, y me encuentre. No lo duden, aprenderán del pasado, como
nosotros tuvimos que hacerlo.
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